«El momento previo a encender las luces era el mejor de todos. Lillian permanecía en el umbral de la cocina del restaurante, el aire cargado de lluvia a su espalda, y dejaba que los olores llegaran hasta ella: levadura fermentada, café dulce y terroso, y ajo, reblandeciéndose a la espera. Por debajo de éstos, esquiva, reposaba la persistente esencia a carne cruda, tomates verdes, cantalupo, lechuga en remojo…»
De acuerdo, queridxs lectores de Tuco: el título de esta columna es un tanto exagerado. Pero pido disculpas de antemano y me amparo en el hecho de que necesito captar vuestra atención. Avanzamos?
En el año 2001 la escritora Erica Bauermeister (Pasadena, California, Estados Unidos) publicó la novela “La Escuela de Ingredientes Esenciales”, un relato en el que las historias personales y humanas se mezclaban con el amor por la cocina y los secretos de las buenas recetas. Básicamente, la historia de la protagonista Lillian, una cocinera, y sus ocho alumnos deseosos de absorver sus conocimientos.
Los encuentros se producen una vez al mes, los lunes por la noche. Asisten a las clases de cocina: Claire, una joven que se inicia en las lides de la maternidad ; Tom, un abogado que sufre una pérdida; Antonia, una diseñadora de cocinas italiana recien llegada a los EEUU; y Carl y Helen, una pareja con un matrimonio de muchos años. Debo decir a esta altura que la novela no me dejó grandes momentos, ni voy a recomendarla con ahínco, pero encierra en su interior un detalle significativo: la descripciòn minuciosa, poética, cargada de imágenes y detalles de… la realización de un puré !!! Y lo que es aún mas curioso: en ningún momento se lo nombra como tal !! Antes de transcribir en forma textual el momento citado, quiero hacer una pequeña digresión: En 2016, cuando los Rolling Stones visitaron por última vez nuestro país, trascendió que Keith Richards era fanático del shepherd’s pie, una comida inglesa parecida a nuestro pastel de papas.
En dicha gira, los Stones enviaron con anterioridad la receta del shepherd’s pie, y un cocinero argentino estuvo practicando antes de la llegada de la banda. Dicen que lo sacó perfecto, y el genial guitarrista disfrutó de algo que acá llamamos con otro nombre. Algo similar a lo que ahora van a leer, pero relacionado con el puré?
(Nota importante: donde dice Patatas, ustedes lean Papas). Ahí vamos:
«Un rechoncho saco de veinte kilos de patatas descansaba al pie de los escalones del sótano de Lillian. Valiéndose de un cuchillo, cortó la urdimbre de arpillera del saco y extrajo del interior cuatro patatas oblongas.
—Muy bien, bonitas —dijo.
Las subió a la planta de arriba y lavó la tierra de sus superficies cerosas, frotando los cortes y ojos con un cepillo. Cuando estuvieron limpias las patatas, extrajo su cuchillo preferido del taco, las cortó en cuatro y, uno a uno, dejó caer los pedazos en la enorme cazuela azul llena de agua que había puesto a calentar en el fogón.
Tras tocar el fondo con un agradable sonido sordo, se desplazaban levemente hasta encontrar su posición, y luego se quedaban quietas, hasta que el borboteo del agua las hacía mecerse levemente. Lillian, se agachó y sacó un pequeño cazo del armario. Lo colocó sobre el fogón y vertió leche en su interior hasta que el nivel alcanzó una tercera parte de sus verticales lados. Al girar el mando del fogón, la llama brotó de un salto y lamió los costados del cazo.
El agua en la gran cazuela azul hervía suavemente, las patatas desplazándose en su interior con apacible resignación como los pasajeros en un autobús repleto. La cocina se llenó con el calor del agua evaporada y el olor a leche caliente, mientras que la última luz penetraba rosada a través de las ventanas. Lillian encendió la luz sobre el fogón, y comprobó las patatas una vez con la afilada punta de su cuchillo. Listas. Retiró la cazuela del fogón, y vertió las patatas en un escurridor. —Dejad de coceros —dijo con un susurro, mientras hacía correr un chorro de agua fría sobre sus humeantes superficies—. Dejad de coceros, ya. Agitó las patatas para acabar de escurrir el agua.
La piel se despegó con facilidad, como un chal deslizándose de los hombros de una mujer. Lillian volcó los pedazos, uno a uno, en el interior del cuenco grande de metal, accionó la batidora y observó cómo los trozos pasaban de forma a textura, de montículos a nubes abultadas de algodón. Los pegotes de mantequilla formaban, al derretirse, brillantes trazos de color amarillo en el vertiginoso remolino blanco.
Cogió el cazo pequeño y vertió, muy despacio, la leche sobre las patatas. Luego la sal. La justa.
Entonces, como si se le acabase de ocurrir, se fue hasta la nevera y sacó un trozo duro de queso parmesano. Ralló un poco sobre la tabla de cortar, cogió las finísimas raspaduras con los dedos y espolvoreó con ellas el interior del cuenco, donde desaparecieron en la mezcla. Apagó la batidora, pasó el dedo por la superficie y cató el resultado.
—Perfecto —dijo Abrió el armario superior y sacó dos platos para pasta, anchos y bajos, con borde suficiente para albergar un sinuoso dibujo azul y amarillo, y los dispuso sobre la encimera.
Cogió una cuchara grande de madera, la introdujo en las patatas y sirvió una pequeña montaña blanca en el centro exacto de cada plato. Para terminar, hizo un pequeño hueco en lo alto de cada montaña, y a continuación depositó delicadamente en su interior un pegote extra de mantequilla…». Y ahora los dejo. Estoy pelando patatas, perdón, quise decir papas, y pienso agregarles una suculentas salchichas…
Hasta la próxima.