Gonzalo Benavides, un cocinero todoterreno

Gonzalo Benavides, el chef todoterreno

Es amigo de Mauro Colagreco desde la infancia, participó de la apertura de Mirazur y su cocina fue galardonada en España. Volvió al país para el armado de CARNE. Montó su propio restaurante –Café Urquiza-, que ya se convirtió en una de las mejores propuestas gastronómicas de la ciudad. A continuación, su historia.

Una paleta de diferentes tonalidades de grises domina el cielo de la tarde invernal. Los hay claros, oscuros, plateados, más o menos opacos. Los transeúntes se cubren con lana la mayor parte posible del cuerpo, donde guantes, gorros y bufandas aprovechan para lucirse. Una voraz obra en construcción ubicada en 56 casi llegando a 13, en uno de los márgenes que rodean la imponente estructura del Ministerio de Educación, empuja a los peatones a zigzaguear entre escombros, barro, autos estacionados, taxis, perros y ciclistas. A pocos metros, en la esquina, se erige la blancura del Café Urquiza, hábitat de Gonzalo Benavides.

No supera el metro setenta, es retacón, luce el pelo negro por los hombros y unos anteojos de marco negro. Ríe, es locuaz, mete alguna que otra puteada. Las palabras se les escapan, vertiginosas. “Respeto mucho al colega que quiere demostrar las técnicas; con repetición se aprende, más o menos tarde, con mayor o menor capacidad, antes o después. Pero el sabor, la personalidad de tu cocina tarda mucho más, es más dificultoso de lograr. Cuando empezamos es normal porque lo primero que buscás es la técnica,  es sorprender y demostrar lo adquirido. Pero después te metés de lleno en el sabor, en el punto, en las sensaciones, si tal plato te trasporta. Por ese lado quiero transitar. Es la cocina que me emociona, más simple en apariencia pero mucho más compleja, que sin dudas es lo más difícil de aprender”.

Nacido en octubre el ´77, transitó sus días escolares en el Normal 1 donde convivió con Mauro Colagreco, con quien también compartió la práctica de rugby en el club La Plata. La amistad se forjó en el secundario, en el mismo establecimiento, a pesar de que Gonzalo repitió dos veces el año inicial. En su familia el comer bien era importante. Cocinaban mucho, recorrían restoranes de lo más variopinto de la cocina porteña, visitaban ferias. Durante el último año del primario, Gonzalo pasaba muchas horas en la casa de su abuela, que le transmitió el acto cocinar como un acto de cariño, de amor.

Terminó el colegio a los tumbos. Se anotó en Económicas pero no hubo caso. Con la necesidad de encarar un proyecto distinto apareció en su horizonte la posibilidad de estudiar cocina, una carrera que ganaba lugar. Corría el año 1999 y la gastronomía platense comenzaba, de manera muy incipiente, a mostrar algo distinto a lo habitual. Asomaba Sardis, de Flavia Sardi y Andrea Nortarfrancesco, ubicado en 10 y 48, y Teresa Rucci junto a Luciano De Lucca se destacaban en Oliva de Camino Centenario. “Me enganché con el curso que dictaba una vez por semana Flavia en Sardis, me encantó. Después hice una práctica en verano en Oliva, donde me dije si me banco cagarme de calor haciendo los peores laburos mientras todos están de joda es porque sirvo. Me sentí muy bien, lo vi realmente como una posibilidad de ganarme la vida, que en definitiva era lo que buscaba. Al tiempo me ofrecieron trabajo en Sardis. Fue mi primera experiencia profesional”, recuerda mirando hacie el techo.

Aquella cocina pequeña, enclavada en una esquina céntrica, se destacaba por el uso de productos que no eran habituales en ese entonces en la ciudad como el conejo, los currys.  “Sardis estaba pasado desde el concepto, La Plata no estaba preparada. Flavia fue una gran formadora. Con Andrea cocinaban acompañado de otro colega y después estaba yo en la bacha, que de vez en cuando hacía alguna que otra cosita. El cocinero se fue y ella me dijo que tenía dos opciones: contrataba a un profesional formado o me sumaba al staff. Agarré”.

Los inicios no fueron sencillos. Gonzalo era el encargado de hacer absolutamente todo lo que sucedía en la cocina, lo que resultó un gran aprendizaje ya que entendió, de a poco y a los golpes, los tiempos de elaboración y preproducción, qué marchar primero, qué después. En ese período, por caso, un cliente le espetó que había probado los peores fideos que había comido en toda su vida, algo que ahora recuerda con gracia. En verano, a su vez, de la mano de Flavia Sardi, desembarcó en el balneario Cozumel de Pinamar. Y por las noches cocinaba en un restó en 13 y 60 llamado La Verbena. No paraba. Sus ansias de crecer eran más poderosas y así fue como recorrió varias escuelas de cocina mientras trabajaba, aunque ninguna lo conformaba. Recayó en Mausi Sebess, en Vicente López, donde finalizó sus estudios y formó parte del seleccionado nacional de escuelas de cocina. En ese momento pensó que lo mejor era partir a España.

Se le entremezclan los calendarios e irrumpen por unos instantes las dudas, aunque enseguida retoma el hilo. Mueve las manos, sonríe de lado, se detiene. “En la Hacienda Benazuza, el hotel de El Bulli en Sevilla, me fue fatal, una experiencia terrible. Había intercambiado mails y caí con 300 euros para aguantar tres meses, sin nada, porque me dijeron que no tenía que llevar nada. Ni bien llegué me preguntaron por los cuchillos, por la ropa, seguro de riesgo… después me fui a Alicante, al pueblo de Javea a hacer temporada. Volví al país. Al poco tiempo me entero que Mauro (Colagreco) abría su restorán. Yo me había quedado caliente cuando él trabajó con Alain Passard, me había ofrecido su casa y no pude ir, así que ahora quería estar de cabeza. Le dije, loco, YA quiero ir. Al toque me dijo, dale, venite”. A Benavides parece invadirlo la emoción al evocar el momento. Bebe un sorbo de agua.

 Mirazur, España y después

En la primavera europea de 2006 abrió sus puertas Mirazur. Gonzalo estuvo hasta mediados de septiembre y luego se trasladó al País Vasco para concretar una pasantía en Mugaritz, referencia mundial de la gastronomía. Mueve la cabeza hacia los costados y se muerde el labio inferior, como no pudiendo, aún hoy,  creer lo que vivió ese año. “Mirazur era como una familia, dormíamos en el restaurante. Sabía que Mauro era un fenómeno, lo tenía clarísimo; fue un placer por sobre todas las cosas trabajar ahí. Él cocinaba los pescados, yo las guarniciones y entradas calientes, estábamos en la misma partida… ese año fue inolvidable”.

Tras un tiempo de idas y vueltas entre Argentina y Europa, Colagreco, que ya había ganado su primera estrella Michelin, le avisó que los permisos laborales necesarios para trabajar en Francia estaban listos. Ya era 2008 e iba a ser Jefe de Partida de Mirazur. “El equipo era muy distinto, fue duro. No hablaba francés, no entendía nada y los tipos le decían a Mauro, ¿a este idiota de dónde lo sacaste? Era una cocina muy estricta, con mucha rigidez, no había margen de error, el problema que tenía era idioma, me mataba, pero esa exigencia me gustaba, cómo el equipo se compenetraba y fluía una energía que te empujaba hacia adelante. Para colmo venían críticos todo el tiempo y no sabíamos si le sacaban o no la estrella, había una presión grande. Ahí fue cuando decidí irme a España”.

Se hace una pausa. Pide disculpas. Intercambia unas palabras con uno de los cocineros de la brigada del Urquiza. Prosigue, siempre con un ritmo sostenido pero sin elevar la voz. Constante, con intensidad narrativa. En la mirada y los gestos, además, parece que sus recuerdos tomasen vida. Vuelve. En España, con intermitencias, residió cerca de 10 años, con múltiples vivencias, desde el hotel La Cava en Cabanes, Castellón, hasta que recibió otro llamado de Colagreco. “Me dijo que un cliente libanés que vivía en Andalucía buscaba un cocinero privado. Dejé mi casa, mi mujer –la periodista platense Lucía Casajús- vivía con unos amigos, el coche quedó en Alicante, un quilombo bárbaro. El tipo vivía en una residencia imponente. El primer día que llego no le gustó nada de lo que le hice. Pero nada, eh. Era un sibarita, con un gusto muy particular por la comida. Esa primera semana fue un horror. Iba al mercado, compraba los mejores mariscos, productos, condimentos…y todo le parecía una mierda (suelta una carcajada). Me vio tan desesperado y tan metido que empezamos a tener buena onda. Al final le encontré el punto de lo que le gustaba (ríe de nuevo)”.

Gonzalo dio otro volantazo y recaló en el pueblo de Monroyo, en la provincia aragonesa de Teruel, de apenas 200 habitantes. Allí, un par de catalanes abrieron el hotel Consolación, un impactante complejo situado en un valle, con cubículos habitacionales de madera dispersos por la montaña, una ermita y un pregonero que daba las novedades del día, como por ejemplo, el deceso de algún vecino. Benavides baja el ritmo del relato. Suspira. Otra vez mira al techo. “Pasé los tres años más tranquilos de mi vida, en una calma que hasta hoy extraño. Compraba los corderos en la carnicería del pueblo, los elegía y al rato me lo traían recién sacrificado, los quesos de oveja eran elaborados ahí mismo, los pobladores nos asesoraban con la huerta…Fue alucinante haber estado además cuando fue reconocido como el mejor hotel no urbano de todo el país”.

Permaneció en la Madre Patria casi dos años más. En el medio, acompañó a un Colagreco ya reconocido mundialmente a distintos eventos y exposiciones alrededor del planeta. Mónaco, Rusia, Turquía, Grecia y Kazajistán, entre muchos otros, dejaron sellos en su pasaporte. “Le decía, boludo, mirá lo que es este jet, ¿por qué me hacés conocer esto? ¿Después cómo mierda me subo a un avión normal?”, explota y retoma. “Mauro me convocó para una tercera etapa en Mirazur, como Sous Chef. Le dije que estaba loco, que iba a ser difícil, pero volví. La mayor enseñanza que adquirí, aunque parezca una pavada, es que las cosas siempre tienen que salir bien. Siempre. Parece algo básico pero no sucede porque el agobio que provoca el servicio, el quilombo de las comandas. En Mirazur estábamos de-to-na-dos y Mauro te tiraba platos para atrás porque no podían salir. Yo pensaba, no me podés cagar de esa manera…pero tenía razón, es como tiene que hacerse”, dispara al aire, a modo de pensamiento en voz alta.

Afuera la temperatura baja algunos grados más. Apenas pueden verse los ojos de los transeúntes. La puerta del Urquiza se abre una y otra vez. El salón vuelve a poblarse a la hora de la merienda. “Después de tantos años afuera estaba algo cansado y tenía ganas de volver. Justo Mauro me comenta la posibilidad de armar CARNE”. Gonzalo dejó Europa en 2015.

La vuelta

 El alarido seco y gangoso que produce la máquina de café expreso lo dispersa por unos instantes. El lazo con Mauro, nuevamente, resurge en la historia. “Nunca imaginé que iba a aprender tanto haciendo hamburguesas. Sabía (tuerce la boca en media sonrisa-) que viniendo de él la cosa era seria. Para empezar me metí en una carnicería en Francia y el carnicero, que era marroquí, me dio de probar distintos cortes crudos ahí, en la cámara, para sentir la diferencia de sabor y texturas. Después continuamos con el desarrollo del producto pero claro, hacía como 10 años que no vivía acá…no sólo fue la hamburguesa, para la panificación hicimos más de 60 recetas que luego Sebastián Pérez perfeccionó, las pruebas del kétchup fueron muy arduas por la amplitud de posibilidades entre especias, porcentajes, tipos de tomate, puntos de concentración, los grados brix de los almíbares. Un día, de repente, habías probado 15 tipos diferentes y te quedaba el paladar quemado, no sabías en definitiva qué es lo que probabas. Costó, eh, pero fue interesantísimo”.

Elaboraba informes, preparaba las recetas de kétchup y confeccionaba una planilla de degustación de la que participaban Caro Colagreco (hermana de Mauro), Rafa Lima (cuñado) Guillermo Frusto (de la empresa Pampagourmet), entre otros. Calificaban las muestras del 1 al 10 en base a parámetros como acidez, sabor, apariencia, textura, etcétera. Descartaban y visualizaban en qué aspectos se debía mejorar.

Con la hamburguesa el procedimiento fue similar. “El problema era pensar a escala, todo adquiere otra dimensión. Solo para las pruebas usamos más de 500 kilos de carne. Había muchos puntos que a escala modificaban el resultado final, porque no es lo mismo hacer un medallón de carne, moldearlo y ponerlo en la plancha que mezclar 500 kilos previamente escogidos, picarlos a una determinada temperatura porque cuando la pasás por la picadora sube y se activa el colágeno y eso no es bueno. Eso es una parte, después en el amasado, con el agregado de grasa, sal y lo que resta, también hay que manejar la temperatura antes de pasar a la formadora… me metí en el frigorífico disfrazado todo de pitufo blanco y recagado de frío pero fue hermoso».

La selección y las pruebas con las papas requirió la misma rigurisidad. Gonzalo pedía en el Mercado Regional determinadas variedades y lo miraban raro, así que se contactó con «un ingeniero agrónomo del INTA para que me explique los tres o cuatro tipos de papa con los distintos porcentajes de materia seca (almidón); los porcentajes de más cantidad son ideales para freír mientras que los de baja cantidad son propicios para hervir ¿Y quién me las cortaba? Necesitaba de lado unos 1.5 centímetros pero hete aquí que los moldes vienen de 0.80 y 1.20, no de 1.5… Estábamos sacando un producto que nadie conocía de cerca. Mauro tenía su experiencia, por supuesto, yo la mía, y Rafa Ceraso (jefe de cocina) la suya, pero no habíamos pasado por ningún lugar de comidas rápidas. Fue prueba y error hasta que salió, ja”, desmenuza con precisión.

Lo nuevo, lo propio

 Gonzalo recorre con la vista las instalaciones. Examina al tiempo que explica que luego de tanto recorrido sentía la necesidad de armar un proyecto propio de cocina simple, sencilla y económica pero con personalidad y prioridad en el sabor.  Fundó en 2016, junto a Juan Puppo, el Café Urquiza, en homenaje al nombre de la avenida 13, acompañado del “café” reforzar el concepto de un restó abierto seis días a la semana, de 8 hasta las 12 de la noche.  “Al principio estaba en CARNE y acá -señala la mesa con su índice derecho- y hacía cagadas en los dos lados (risas). El principio fue jodido, la gente no entraba, pensaba que se trataba meramente de un café. Llegaba a mi casa y le decía a mi mujer, me parece que le erramos, pusimos toda la guita acá y no viene nadie. Ella me dijo, tranquilo, no pasa nada, tené paciencia. Tenía razón, por suerte todo cambió”.

En muy poco tiempo el lugar se convirtió en referencia, en particular a la hora del almuerzo. Los sánguches braseados (de lo mejor que se puede comer en La Plata en el rubro), los menúes del día y una carta de pocos platos, tal como lo ideó desde antes de la apertura. “Estaba en CARNE, no podía ofrecer hamburguesas, era una traición a Mauro, era inconcebible. Entonces empezamos la búsqueda con estos ejemplares de carne desmenuzada, fueron un acierto. La carta después no la cambio mucho, es una particularidad. Trabajamos con el plato del día y ahí es donde ponemos la parte más creativa… ¿Viste cuando vas a un lugar a buscar algo que te gustó? Una milanesa napolitana, por ejemplo. Volvés y te la sacaron. Es un garrón. Hay gente que busca hasta el mismo lugar para sentarse. Si es verdad a que a medida que pasa el tiempo a los platos que menos salen se le busca de darle una vuelta, pero en general tienen una salida muy pareja y nos siguen gustando. El único que no me gusta es el ojo de bife pero no lo puedo sacar porque se pide un montón, pero me aburre porque no deja de ser un plato de carne, antes lo servíamos distinto, después le cambiamos la presentación, al chimichurri le pusimos migas para que haga costra y termina siendo más digno y divertido, pero estoy contento que a dos años con muy pequeños cambios la carta resulta y la disfruto”.

Desde hace un par de meses, Gonzalo dispuso la apertura de la cocina durante toda la jornada, para que el comensal pueda sentarse a comer en cualquier momento. Sin restricciones horarias. En el camino, Urquiza se expandió con una sucursal en 1 y 47 con una propuesta más acotada y la novedad del delivery, que luego se trasladó a 56 para unificar criterios. Paralelamente apostó a Flora, una cafetería en calle 12 entre 55 y 56, donde también la simpleza le ganó a la pompa, con un fuerte acento en la calidad de cada uno de los productos.

“El otro día escuché que alguien dijo que Urquiza es un restaurante de cocineros, sin mucha plata encima, sin nadie que esté atrás poniendo guita, mesas y espacio reciclado, con onda, con un el dibujo de Justo José de Urquiza que hizo mi sobrina, con la ayuda de un decorador amigo para embellecer el lugar…así nació y estoy muy orgulloso”. Termina un café con un trago corto. Se levanta de la mesa, se acomoda la chaqueta de jean. Ofrece disculpas porque debe ir a la cocina: unas calabazas recién sacadas del horno esperan que alguien las desmenuce. Afuera, en el cielo, los grises oscurecen.

 

 

 

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