¿Qué perdemos sin La Colonial?

Casi sin saberlo, fuimos contemporáneos de este bodegón durante décadas. Un refugio que, al entrar, no tenía escapatoria más que la satisfacción de esperar un plato caliente de comida casera. La historia del «Colonial».

El 31 de julio pasado recibí dos mensajes similares: uno, desconocido, tres horas más tarde que el primero. Era de texto; el otro, del grupo de Whatsapp donde el hedonismo y el morfi son temas inherentes al autocorrector: “El Bebe nos espera en la Colonial a los de siempre. Puso algo en Facebook. Cierra”, me decían.

Escueto y al mentón. Así de corta para un martes sin grandes planes más que sobrevivir otras 24 horas. El rumor corrió rápido entre los de siempre. No entendí de dónde venía. Obligó a las repreguntas.
– ¿Cómo que cierra?
– Lo agarra un primo o alguien cercano que le quiere cambiar la cara (sic). Algo así, me respondió el supuesto desconocido, que resultó ser alguien que me había agendado una noche hablando a la salida del baño.


La Colonial
, El Colonial para casi todos, se mantenía como un enclave en 4 y 60 y se destacaba en la agudísima oscuridad de esa zona siempre postergada por el alumbrado público. Las tenues luces del boliche perdían fuerza, además, hacia el exterior, por los largos cortinados blancos anudados al medio en cada una de las ventanas.

La entrada tenía (ya es hora de ese tiempo verbal) grandes distintivos, como marcas de piel. Uno era el pizarrón de precios hecho a mano con tiza blanca, siempre con el menú del día al frente. Podía ser tapita al horno con papas, guiso carrero, mondongo a la española o canelones con estofado, con precios que no superaban los 160 pesos y porciones abundantes para, incluso, compartir entre dos. El letrero se apoyaba sobre las rejas de estilo colonial que se abrían hacia la calle como antesala de las puertas de madera. Todo ese “marketing” se acentuaba con el fileteado del cartel que reza “Pizzería Colonial” y aún sobresale sobre la vereda de 60; y, del otro lado, por un viejo indicador de vialidad pegado a la pared que le pone nombre propio a la calle 4, de nomenclatura desconocida para la mayoría de los platenses: Manuel Belgrano.


El lugar había cumplido 40 años ininterrumpidos en esa esquina de paso hacia El Mondongo o Berisso; y casi sin ningún tipo de modificación. Era “De Francisco Ramón Figueira”, como aclaraban en el frente de la carta menú que aún conservo. El padre del Bebe lo gestionó durante más de tres décadas y pasó la posta entre manos familiares. Su hijo se había puesto el proyecto al hombro casi cinco años atrás, hasta esta noche de julio en la que se confirmaría que el futuro había llegado hace rato.

Digámoslo sin eufemismos: “Un lugar más abierto, para otro tipo de público, modernizado y con una lavada de cara”, me imagino que, me sugerirían ahora, si en plan de reportero busco alguna señal de la nostálgica vuelta de página mientras reforman su interior. Una época que se refuerza con el boom de la sobreproducción cervecera artesanal -como gusto, hobby o rescate personal- combinada con una pendiente económica tan actual como profunda y que, de una u otra forma, salpica a este tipo de lugares. Elige tu propia aventura, pero La Colonial ya no será como era. Un refugio menos en La Plata.

La última noche, la del 31 de julio que se hizo 1 de agosto bien de madrugada, fue sin embargo festiva. Nos encontramos todos; los de siempre. Hubo vino, claro; el “De la casa”, que vaya uno a saber de qué damajuana prontuariosa vendría. Mientras se servía a todos sin consultar, el Bebe se ocupaba de ir entre las mesas, sin ahorrar abrazos, convencido y remarcando que serían “sólo algunas refacciones”, como si sobrevolara un tardío arrepentimiento al inminente final de su Colo.

Algo de ese ruido único, que cobijaba en La Colonial a solitarios con alma que preferían un lugar amable y con morfi barato, se ancló para siempre el 31 de julio, por más que el cartel casero colgado sobre la reja diga ahora: “Estaremos cerrados durante todo el mes de agosto por refacciones”.

Perderemos usar el semipúblico celeste que ya nadie levantaba pero recibía llamadas de otra época, verlo al Bebe con el guardapolvo azul sugiriéndonos el menú del día. También ir a comer solo y encontrar la complicidad del que llegó antes, que te convidaba, sobre el mantel de hule, la jarrita de medio de tinto que había comprado a 50 pesos; los abrazos y el respeto de pinchas y triperos, pese a que el reducto, por mandato familiar albirrojo, sirvió de festejo de tantísimas vueltas olímpicas de Estudiantes. Pero, sobre todo, perderemos un refugio de resistencia gastronómica, social y cultural, donde los buenos siempre se encontraban, sin wifi ni Twitter de por medio, en uno de los últimos bodegones platenses donde se comía abundante y barato.

* Colonial: permaneció abierto en avenida 60 y esquina 4 hasta el 31 de julio de 2018.

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